¿No os ha pasado nunca que vais a
tiraros desde lo alto de un edificio cuándo sentís la vibración del móvil en
vuestro bolsillo porque os han etiquetado en una foto de Instagram, la foto en
cuestión os hace gracia, buscáis alguna vista interesante para replicar, os
enredáis editando la foto y pensáis “venga va, ya me suicido otro día”?
A mí sí, tres veces. La última hace un rato. Aunque esto
hay que matizarlo.
De mi primer intento de suicidio hará diez años;
claro que entonces los móviles no soportaban aplicaciones ni Instagram existía,
pero sí las fotos impresas, esas de cartulina satinada que terminan en una caja
de zapatos o, en el mejor de los casos, pegadas en algún álbum.
Me hallaba de
pie en la cornisa de una ventana, terminándome una barra de chocolate con
avellanas –un último deseo- cuando percibí como un trozo de papel que bailaba mecido
por el fresco viento del atardecer se aproximaba. Sólo cuando el papel
estuvo a mi alcance me di cuenta de que se trataba de una fotografía.
Intrigado, esperé a que la foto estuviera lo suficientemente cerca de mi mano
para cogerla, no fuera a caerme (ya me tiraría yo después).
Oh sorpresa!!! Era
una fotografía de mí, allí subido en la cornisa de la ventana, que alguien me habría hecho un par de minutos antes. Miré al frente, pero sólo pude ver una
ventana abierta de par en par, tenuemente iluminada, rodeada de otras ventanas cerradas
y en penumbra.
La segunda vez que traté de matarme se remonta a cinco años atrás. El mundo contaba con tantos
teléfonos móviles como terrícolas e Instagram sólo era el sueño de dos muchachos mal
afeitados encerrados día y noche con sus ordenadores en algún garaje de Silicon
Valley… el eterno tópico.
En esta ocasión no se trataba de la cornisa de una
ventana, sino de una piscina vacía y de un trampolín lo suficientemente alto para
mi propósito. Tampoco tenía un pedazo de chocolate, sino un té con limón, servido en una taza y un plato de fina porcelana; taza que yo sostenía estirando el dedo meñique
tanto como podía. Entre sorbo y sorbo miraba hacia el suelo, decidiendo si me dejaba caer a plomo, así sin más o si –dado
el sitio elegido- intentaba algo con un mínimo de elegancia y durante mi descenso me adornaba con algunas volteretas y tirabuzones.
Apuraba mi té cuando, de
nuevo la vibración del móvil, me avisó de que había recibido un email. El
email consistía en una frase y una fotografía. La frase, de una única palabra,
imploraba: “sálvame”. La foto era la de una chica subida en la misma cornisa en
la que yo estuviera años atrás. La chica vestía una sudadera gris con
capucha por lo que no pude ver su rostro. Evidentemente cuando llegué para tratar de evitar la tragedia ella no estaba. En la cornisa de la ventana lo único que
encontré fue el contorno de un corazón hecho con regaliz rojo. Me senté en el suelo de la habitación y me comí el regaliz mirando la foto y pensando lo irónico que resultaba que la chica, una desconocida pidiendo auxilio, me había vuelto a salvar y por segunda vez.
El tercer intento de suicidio
frustrado -cuando consultar y usar Instagram es parte de nuestra tecnorutina- ha ocurrido hace un par de horas y el lugar escogido ha sido un puente sobre la autovía. Desde allí miraba al
horizonte y elegía un punto cualquiera. Observaba como el punto se iba
acercando y como poco a poco el punto iba adquiriendo la forma de un coche. Después le
seguía con la mirada hasta que pasaba bajo el puente y le perdía de vista.
Decidí que me tiraría cuando pasara un coche amarillo, por darle un
poco de emoción al tema.
Cuando agarraba la barandilla del puente para saltarla y dejarme
caer al vacío mi teléfono emitió su salvadora vibración. Un mensaje en la
pantalla de mi móvil me avisaba de que había sido etiquetado en una foto de
Instagram (esta vez sí).
En la foto puede verse una par de
sillas y una mesa preparada para comer, con mantel, dos vasos y un par de
platos. En los platos hay unas barras de regaliz rojo. Y en una de las sillas
está la chica de la sudadera gris, esta vez sí, sonriéndome a cara descubierta.